lunes, 3 de noviembre de 2008

Paso a paso

Hagamos un ejercicio de abstracción e imaginemos un ser, sea cual sea, parado sobre una cornisa. ¿Listo? Fácil, ¿verdad?

Bien, allí está él, con sus ojos firmes en el horizonte, una expresión dura en su cara y su boca entrecerrada. Claramente su cabeza es un torbellino imparable, un volcán en erupción. Su ritmo cardíaco es aceleradísimo y su respiración entrecortada. Allí está él, de cara al precipicio (sea cual sea), con sus pies bien asentados sobre esa sólida superficie que lo mantiene en pie. A sus espaldas otro precipicio. A diferencia del primero, vacío, gigante, abismal, infinito; éste parece amigable, cercano, hasta pareciera que con solo dar un paso se pudiera alcanzar su fondo.

Un solo paso lo depositaría tanto en la caída libre como en el suelo firme del edificio. El destino del paso es el mismo, llegar a un punto de apoyo. Si da el paso hacia delante el destino estaría allá abajo, donde la vista se confunde con la bruma y no se llega a distinguir que hay. Allá abajo no se sabe con qué uno se puede llegar a encontrar. Desde la óptica de este personaje es un abismo, un espiral hacia el vacío, un túnel que baja en picada hacia la nada. Los ojos no llegan a discernir qué hay más allá de la bruma. No hay forma de ver que sucederá allá abajo, ni cuanto se tardará en llegar, ni cuanto dolerá, ni cuanto sufrimiento costará. No se puede saber a ciencia cierta cuanta será la aceleración que la gravedad ejercerá sobre el minúsculo cuerpo que descenderá en caída libre provocándole al ser que lo habita una secreción única de adrenalina que lo conducirá a una situación única donde sólo existe el vértigo. Lisa y llanamente, es un camino por lo desconocido, por lo no convencional y quizás, casi seguro, por lo suicida.

Si, en cambio, el paso es hacia atrás, o sea, hacia sus espaldas, el paso es un paso seguro. Sus pies se acomodarían a esa superficie sólida, dura, eficiente, que ya conoce bien. Habría una transferencia esperable de energía desde los átomos que conforman el suelo y las plantas de los pies, en el mismo preciso momento en que éstos se apoyan en aquél. El paso sería un paso ágil, tranquilo, cómodo. Primero se estiraría el pie, se flexionarían las rodillas y se contraerían ciertos músculos hasta que la planta del pie (sea derecho o izquierdo) haga contacto con la superficie que, sabemos, lo está esperando. Luego se repite el procedimiento con el otro pie y listo, nuevamente el ser se encontraría sobre un techo de algún edificio, lo cual, él sabe bien, quiere decir que está a salvo ya que puede bajar tanto por las escaleras como por algún ascensor.

Me dirán entonces: “queda una alternativa”. Si, claro, caminar por el borde tanto para su izquierda como para su derecha. En ambas direcciones estos caminos están condenados al fracaso. Mas que al fracaso, al tedio. El ser se vería caminando por la cornisa, teniendo a su derecha el precipicio y a su izquierda el suelo (A la inversa si decide caminar para el otro lado). ¿Y que lograría con esto? No mucho, ya que sus pasos se sucederían uno tras otro, con el mismo paisaje adelante, atrás, a la derecha y a la izquierda. Y lo que es peor aún, llegaría a un punto (tratándose de un edificio) en que se encontraría con una esquina en la cual tendría que decidir entre volver sobre sus pasos o girar hacia su izquierda y seguir el tedioso camino. Claro está, es una opción, algo tediosa y, sobre todo, brutalmente aburrida. No implica ni riesgos ni costos, ni vértigo ni comodidad. El ser se podría pasar la vida yendo y viniendo sobre sus propias huellas, si tiene suerte de que una tormenta no lo empuje para uno u otro lado, y esto sería catastrófico porque, si bien el azar siempre está presente, el margen de error es muy pequeño en semejante cornisa. No quiero hablar aquí de azar, contra él nada puede hacer el ser. El azar puede ubicarlo en la cornisa pero su voluntad dará el paso. No hay salto si no hay voluntad, como no hay chance si no hay azar.

Volviendo al asunto de nuestro ser. Dijimos que se encontraba con la mirada en alto, de frente al precipicio. Por alguna razón (quizás jamás sabremos cual es), se encuentra allí, de eso no tenemos duda. Ahora bien, del mismo modo, también existe otra razón que lo obliga a tomar una decisión (análogamente quizás tampoco sabremos jamás cual es). Su corazón se agita, sin explicación, su respiración se hace cada vez mas rápida y en su cabeza el torbellino que lo gobierna parece estar preparando su golpe de gracia. Sus pies se mantienen firmes donde están, bien clavados en la cornisa. Su frente en alto da la pauta de ser un ser fuerte, altivo, pero sus ojos llorosos y las arrugas en su frente nos demuestran lo cobarde que es y que su real batalla se está librando en su interior. Por la rigidez de sus músculos podemos asegurar que ya los infinitos mecanismos de alarma biológica que el cuerpo le provee se encuentran activados y en perfecto funcionamiento. Sus puños cerrados nos indican que hay algo que se quiere escapar de esa jaula material que hemos convenido en llamar cuerpo. Las muecas en su boca cristalizan las ebulliciones gaseosas de ese volcán ya en erupción alojado en la región occipital de su cráneo. El tiempo biológico corre. No hay ecuación ni conjugación verbal para explicar por qué ese ser tiene que dar ese paso. Pero él lo sabe mejor que nadie: debe dar ese paso.

Ahora, luego de este difícil y confuso ejercicio de imaginación abramos los ojos y tratemos de volver en nosotros mismos. ¿Qué vemos? ¿Dónde estamos?


J.T.

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